Martes, 10 de Agosto de 1943

Querida Kitty:

Una nueva idea: en la mesa hablo más conmigo misma que con los demás, lo cual resulta ventajoso en dos aspectos. En primer lu­gar, a todos les agrada que no esté charlando continuamente, y en segundo lugar no necesito estar irritándome a causa de las opinio­nes de los demás. Mi propia opinión a mí no me parece estúpida, y a otros sí, de modo que mejor me la guardo para mí. Lo mismo hago con la comida que no me gusta: pongo el plato delante de mí, me imagino que es una comida deliciosa, la miro lo menos po­sible y me la como sin darme cuenta. Por las mañanas, al levan­tarme -otra de esas cosas nada agradables-, salgo de la cama de un salto, pienso «en seguida puedes volver a meterte en tu ca­mita», voy hasta la ventana, quito los paneles de oscurecimiento, me quedo aspirando el aire que entra por la rendija y me des­pierto. Deshago la cama lo más rápido posible, para no poder caer en la tentación. ¿Sabes cómo lo llama mamá? «El arte de vivir.» ¿No te parece graciosa la expresión? Desde hace una semana todos estamos un poco desorientados en cuanto a la hora, ya que por lo visto se han llevado nuestra que­rida y entrañable campana de la iglesia para fundirla, por lo que ya no sabemos exactamente qué hora es, ni de día, ni de noche. To­davía tengo la esperanza de que inventen algo que a los del barrio nos haga recordar un poco nuestra campana, como por ejemplo un artefacto de estaño, de cobre o de lo que sea. Vaya a donde vaya, ya sea al piso de arriba o al de abajo, todo el mundo me mira extrañado los pies, que llevan un par de zapatos verdaderamente hermosos para los tiempos que corren. Miep los ha encontrado en una tienda por 27,50 florines. Color vino, de piel de ante y cuero y con un tacón bastante alto. Me siento como si anduviera con zancos y parezco mucho más alta de lo que soy. Ayer fue un día de mala suerte. Me pinché el pulgar derecho con la punta gruesa de una aguja. En consecuencia, Margot tuvo que pelar las patatas por mí (su lado bueno debía tener) y yo casi no podía escribir. Luego, con la cabeza me llevé por delante la puerta del armario y por poco me caigo, pero me cayó una rega­ñina por hacer tanto ruido y no podía hacer correr el agua para mojarme la frente, por lo que ahora tengo un chichón gigantesco encima del ojo derecho. Para colmo de males, me enganché el dedo pequeño del pie derecho en el extremo de la aspiradora. Me salía sangre y me dolía, pero no tenía n¡ punto de compara­ción con mis otros males. Ahora lamento que haya sido así, por­que el dedo del pie se me ha infectado, y tengo que ponerme basilicón y gasas y esparadrapo, y no puedo ponerme mis precio­sos zapatos. Dussel nos ha puesto en peligro de muerte por enésima vez. Créase o no, Miep le trajo un libro prohibido, lleno de injurias di­rigidas a Mussolini. En el camino la rozó una moto de la SS. Per­dió los estribos, les gritó «¡miserables!» y siguió pedaleando. No quiero ni pensar en lo que hubiera pasado si se la llevaban a la co­misaría.

Tu Ana

La tarea del día en la comunidad: ¡pelar patatas! Uno trae las hojas de periódico, otro los pelapatatas (y se queda con el mejor, naturalmente), el tercero las patatas y el cuarto el agua. El que empieza es el señor Dussel. No siempre pela bien, pero lo hace sin parar, mirando a diestro y siniestro para ver s¡ todos lo hacen como él. ¡Pues no! -Ana, mírrame, ¡o cojo el cuchillo en mi mano de este manerra, y pelo de arriba abajo. ¡Nein! Así no... ¡así! -Pues a mí me parece más fácil así, señor Dussel -le digo tími­damente. -Perro el mejor manerra es éste. Haz lo que te digo. En fin, tú sabrrás lo que haces, a mí no me imporrta. Seguimos pelando. Como quien no quiere la cosa, miro lo que está haciendo mi vecino. Sumido en sus pensamientos, menea la cabeza (por mi culpa, seguramente), pero ya no dice nada. Sigo pelando. Ahora miro hacia el otro lado, donde está sentado papá. Para papá, pelar patatas no es una tarea cualquiera, sino un trabajo minucioso. Cuando lee, frunce el ceño con gesto de grave­dad, pero cuando ayuda a preparar patatas, judías u otras verduras, no parece enterarse de nada. Pone cara de pelar patatas y nunca entregará una patata que no esté bien pelada. Eso es sencillamente imposible. Sigo con la tarea y levanto un momento la mirada. Con eso me basta: la señora trata de atraer la atención de Dussel. Primer lo mira un momento, Dussel se hace el desentendido. Luego le guiña el ojo, pero Dussel sigue trabajando. Después sonríe, pero Dussel no levanta la mirada. Entonces también mamá ríe, pero Dussel no hace caso. La señora no ha conseguido nada, de modo que tendrá que utilizar otros métodos. Se produce un silencio, y luego: -Pero, Putti, ¿por qué no te has puesto un delantal? Ya veo que mañana tendré que quitarte las manchas del traje. -No me estoy ensuciando. De nuevo un silencio, y luego: -Putti, ¿por qué no te sientas? -Estoy bien así, prefiero estar de pie. Pausa. -iPutti, fíjate cómo estás salpicando! -Sí, mamita, tendré cuidado. La señora saca otro tema de conversación: -Dime, Putti, ¿por qué los ingleses no tiran bombas ahora? -Porque hace muy mal tiempo, Kerli. -Pero ayer hacía buen tiempo y tampoco salieron a volar. -No hablemos más de ello. -¿Por qué no? ¿Acaso no es un tema del que se puede hablar y dar una opinión? -No. -¿Por qué no? -Cállate, Mammichew. -¿Acaso el señor Frank no responde siempre a lo que le pre­gunta la señora? El señor lucha, éste es su talón de Aquiles, no lo soporta, y la señora arremete una y otra vez: -¡Pues esa invasión no llegará nunca! El señor se pone blanco; la señora, al notarlo, se pone colorada, pero igual sigue con lo suyo: -¡Esos ingleses no hacen nada! Estalla la bomba. -¡Cierra el pico, maldita sea! Mamá casi no puede contener la risa, yo trato de no mirar. La escena se repite casi a diario, salvo cuando los señores aca­ban de tener alguna disputa, porque entonces tanto él como ella no dicen palabra. Me mandan a buscar más patatas. Subo al desván, donde está Peter quitándole las pulgas al gato. Levanta la mirada, el gato se da cuenta y izas!, se escapa por la ventana, desapareciendo en el ca­nalón. Peter suelta un taco, yo me río y también desaparezco. La libertad en la Casa de atrás Las cinco y media: Sube Bep a concedernos la libertad vesper­tina. En seguida comienza el trajín. Primero suelo subir con Bep al piso de arriba, donde por lo general le dan por adelantado el postre que nosotros comeremos más tarde. En cuanto Bep se ins­tala, la señora empieza a enumerar todos sus deseos, diciendo por ejemplo: -Ay, Bep, quisiera pedirte una cosita... Bep me guiña el ojo; la señora no desaprovecha ninguna opor­tunidad para transmitir sus deseos y ruegos a cualquier persona que suba a verla. Debe ser uno de los motivos por los que a nadie le gusta demasiado subir al piso de arriba. Las seis menos cuarto: Se va Bep. Bajo dos pisos para ir a echar un vistazo. Primero la cocina, luego el despacho de papá, y de ahí a la carbonera para abrirle la portezuela a Mouschi. Tras un largo recorrido de inspección, voy a parar al territorio de Kugler. Van Daan está revisando todos los cajones y archiva­dores, buscando la correspondencia del día. Peter va a buscar la llave del almacén y a Moffie. Pim carga con máquinas de escribir para llevarlas arriba. Margot se busca un rinconcito tranquilo para hacer sus tareas de oficina. La señora pone a calentar agua. Mamá baja las escaleras con una cacerola llena de patatas. Cada uno sabe lo que tiene que hacer. Al poco tiempo vuelve Peter del almacén. Lo primero que le preguntan es dónde está el pan: lo ha olvidado. Delante de la puerta de la oficina principal se encoge lo más que puede y se arrastra a gatas hasta llegar al armario de acero, coge el pan y se va; al menos, eso es lo que quiere hacer, pero antes de percatarse de lo que ocurre, Mouschi le salta por encima y se mete debajo del escri­torio. Peter busca por todas partes y por fin descubre al gato. Entra otra vez a gatas en la oficina y le tira de la cola. Mouschi suelta un bufido, Peter suspira. ¿Qué es lo que ha conseguido? Ahora Mouschi se ha instalado junto a la ventana y se lame, contento de haber escapado de las manos de Peter. Y ahora Peter, como úl­timo recurso para atraer al animal, le tiende un trozo de pan y... ¡sí!, Mouschi acude a la puerta y ésta se cierra. He podido observarlo todo por la rendija de la puerta. El señor Van Daan está furioso, da un portazo. Margot y yo nos miramos, pensamos lo mismo: seguro que se ha sulfurado a causa de alguna estupidez cometida por Kugler, y no piensa en Keg. Se oyen pasos en el pasillo. Entra Dussel. Se dirige a la ventana con aire de propietario, husmea... tose, estornuda y vuelve a toser. Es pimienta, no ha tenido suerte. Prosigue su camino hacia la ofi­cina principal. Las cortinas están abiertas, lo que implica que no habrá papel de cartas. Desaparece con cara de enfado. Margot y yo volvemos a mirarnos. Oigo que me dice: -Tendrá que escribirle una hoja menos a su novia mañana. Asiento con la cabeza. De la escalera nos llega el ruido de un paso de elefante; es Dussel, que va a buscar consuelo en su lugar más entrañable. Seguimos trabajando. ¡Tic, tic, tic...! Tres golpes: ¡a comer!

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