Domingo, 21 de Junio de 1942


Querida Kitty:



Toda la clase tiembla. El motivo, claro, es la reunión de profesores que se avecina. Media clase se pasa el día apostando a que si aprueban o no el curso. G. Z. y yo nos morimos de risa por culpa de nuestros compañeros de atrás, C. N. y Jacques Kocernoot, que ya han puesto en juego todo el capital que tenían para las vacaciones. «¡Que tú apruebas!», «¡que no!», «¡que sí!», y así todo el santo día, pero ni las miradas suplicantes de G. pidiendo silencio, ni las broncas que yo les suelto, logran que aquellos dos se calmen.

Calculo que la cuarta parte de mis compañeros de clase deberán repetir curso, por lo zoquetes que son, pero como los profesores son gente muy caprichosa, quién sabe si ahora, a modo de excepción, no les da por repartir buenas notas.


En cuanto a mis amigas y a mí misma no me hago problemas, creo que todo saldrá bien. Sólo las matemáticas me preocupan un poco. En fin, habrá que esperar. Mientras tanto, nos damos ánimos mutuamente.

Con todos mis profesores y profesoras me entiendo bastante bien. Son nueve en total: siete hombres y dos mujeres.
El profesor Keesing, el viejo de matemáticas, estuvo un tiempo muy enfadado conmigo porque hablaba demasiado. Me previno y me previno, hasta que un día me castigó. Me mandó hacer una redacción; tema: «La parlanchina». ¡La parlanchina!

¿Qué se podría escribir sobre ese tema? Ya lo vería más adelante. Lo apunté en mi agenda, guardé la agenda en la cartera y traté de tranquilizarme. Por la noche, cuando ya había acabado con todas las demás tareas, descubrí que todavía me quedaba la redacción. Con la pluma en la boca, me puse a pensar en lo que podía escribir. Era muy fácil ponerse a desvariar y escribir lo más espaciado posible, pero dar una prueba convincente de la necesidad de hablar ya resultaba más difícil. Estuve pensando y repensando, luego se me ocurrió una cosa, llené las tres hojas que me había dicho el profe y me quedé satisfecha.

Los argumentos que había aducido eran que hablar era propio de las mujeres, que intentaría moderarme un poco, pero que lo más probable era que la costumbre de hablar no se me quitara nunca, ya que mi madre hablaba tanto cómo yo, si no más, y que los rasgos hereditarios eran muy difíciles de cambiar.













Al profesor Keesing le hicieron mucha gracia mis argumentos, pero cuando en la clase siguiente seguí hablando, tuve que hacer una segunda redacción esta vez sobre «La parlanchina empedernida». También entregué esa redacción, y Keesing no tuvo motivo de queja durante dos clases. En la tercera, sin embargo, le pareció que había vuelto a pasarme de la raya. «Anne Frank, castigada por hablar en clase. Redacción sobre el tema: "Cuacuá, cuacuá, parpaba la pata".»

Todos mis compañeros soltaron la carcajada. No tuve más remedio que reírme con ellos, aunque ya se me había agotado la inventiva en lo referente a las redacciones sobre el parloteo. Tendría que ver si le encontraba un giro original al asunto. Mi amiga Sanne, excelsa poeta, me ofreció su ayuda para hacer la redacción en verso de principio a fin, con lo que me dio una gran alegría. Keesing quería ponerme en evidencia mandándome hacer una redacción sobre un tema tan ridículo, pero con mi poema yo le pondría en evidencia a él por partida triple. Logramos terminar el poema y quedó muy bonito.

Trataba de una pata y un cisne que tenían tres patitos. Como los patitos eran tan parlanchines, el papá cisne los mató a picotazos. Keesing por suerte entendió y soportó la broma; leyó y comentó el poema en clase y hasta en otros cursos. A partir de entonces no se opuso a que hablara en clase y nunca más me castigó; al contrario, ahora es él el que siempre está gastando bromas.


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